Mi abuela Encarna tuvo dos penas en su vida; Una, no haber podido pasar más tiempo con su madre, era la menor de dieciséis hijos y dos, no haber podido ir a la escuela, empezó a trabajar con tres años llevando las vacas del vecino al prado. De ella aprendí que la educación no es un derecho sino un privilegio y que las palabras tienen un significado preciso. El mayor insulto que le oí a mi abuela fue Mentecato/a, claro que como ella lo pronunciaba, ¡Meeentecato!, talmente parecía que estaba diciendo algo gordísimo y no solamente tonto con vistas o bobo solemne. Otro allegado a la familia, letrado de profesión, usaba únicamente como insulto la palabra Majadero/a, con la J muy pronunciada, ¡MaJJJJadero! y cuando lo decía sonaba como si se estuviera acordando de toda la parentela de alguien. En ellos pensaba yo ayer, cuando una pandilla de adolescentes pasaron a mi lado mientras estaba en el parque con mi hija.
En cero coma, pronunciaron tal sarta de barbaridades, blasfemia incluida, que me dejaron temblando. Lo peor es que con tal sequía intelectual tampoco conseguí entender lo que querían decir, porque tamaña pobreza en la adjetivación no ayuda a la hora de comprender un mensaje. Al final, no acabe de entender si la hetaira, milonguera y mala pécora de la que hablaban, había pasado un rato cautivante y satisfactorio o pésimo y dañino en compañía del bribón, bellaco, avieso y reprobo novio de una de ellas. En fin, que en un momento le dieron un nuevo significado a las palabras majaderas y mentecatas y demostraron, que tristemente, en tiempos de la educación publica y gratuita, la gente habla peor que la técnicamente iletrada de mi abuela.
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