lunes, 19 de noviembre de 2018

Demasiado moderno para mi body

   Cuando yo empecé a ir a catecismo mi momento preferido de la misa era la comunión. Se formaban aquellas filas ordenadas y todos en silencio se acercaban al sacerdote. Era un momento de especial recogimiento, y como a los niños nos estaba vedado, ambicionábamos llegar a poder hacerlo. El coro solía entonar un canto repetitivo, destinado a durar un buen rato, y yo, sentada en mi sitio observaba pasar a unos y otros hasta que se sentaban de nuevo en sus bancos. La liturgia era poderosa, como lo era en el momento de la consagración. Al fin y al cabo esos son los momentos más importantes de la celebración. 


    Mi emoción el día de mi primera comunión era genuina. Me sobraba la capota que me había puesto mi madre,- yo quería una corona de flores-, pero mi ilusión era entrar por fin en el club de los elegidos. Durante mucho tiempo, la satisfacción de pasar delante de otros niños que no podían comulgar, y poder hacerlo, me hizo feliz. 

    Pensándolo ahora, me doy cuenta que aquel sentimiento lo teníamos muchos entonces. Durante dos años se nos preparaba para ESE momento, ese instante mágico en que íbamos a poder tomar el cuerpo de Cristo. No se si entendíamos mucho o poco, pero si sabíamos que era especial.

   Este domingo lo pensaba en la iglesia mientras veía a los niños del coro subidos en el altar ejecutando, más en la segunda acepción de la RAE que en la primera, una compleja coreografía. Todos los niños reunidos, muchos menos de los que debería haber, en lugar de maravillarse con las filas ordenadas, con el silencio y el recogimiento, se movían al compás espasmódico del "granito de mostaza" ¿Y los adultos? Bueno, hace falta mucho mindfullness para hablar con Dios con todo ese revuelo en el altar. 

     La diversión y la frivolidad impiden la profundidad: cuando no me canten lo que me gusta; cuando no me bailen; cuando solo seamos yo y el creador ¿que? Pues lo que ya se sabe: si te he visto no me acuerdo.

      En mi época cantábamos, y a ratos nos reíamos. Yo llegué, Dios me perdone, a pegarme con una compañera chinchosisima en mitad del catecismo, pero la celebración tenía peso, y el sacerdote pasaba de ser el hombre cercano, a la figura mística que investida de poder, celebraba el culto, y eso te arrastraba. 

      La misa más bonita que viví fue en Croacia, en latín y con un sacerdote de espaldas. Me sentí parte de algo antiguo y grande, de algo especial. Sentí el poder de ese Dios, y hasta mirando las vidrieras y la boveda estrellada me sentí diminuta y sobrecogida, pero sin embargo amada. 

       Pena que estemos perdiendo el boato, la liturgia, la profundidad y todo lo que hay que perder. Lo siento, pero a mi, los sacerdotes me gustan con playeros cuando ayudan al prójimo y trabajan por la comunidad, pero en el momento en que están revestidos aspiro a otra cosa. 

      Seré rara, pero a mi no me gusta ver la misa convertida en un circo de tres pistas, para eso ya tengo la televisión.

3 comentarios:

  1. Que acertada está. La proximidad y la lejanía se compaginan mal. Dios como concepto esta muy alejado de los humanos, como Padre muy próximo. Lo malo es cuando se confunden ambos conceptos.

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  2. La pena es que muchos no comprendan que acercar a Dios no pasa por quitarle misterio y divinidad.
    Gracias por leerme y por su comentario.

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  3. escueto, pero inteligentísimo razonamiento

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