Corría el año 1991. Estaba sentada en clase esperando a que llegase el profesor de ciencias, charlando con mi compañero de banco Elías. El me estaba contando algo gracioso y yo me empecinaba en hablarle de la guerra de Yugoslavia. Le leía los datos que había apuntado en un papel mientras veía a Arturo Pérez Reverte en el telediario. A él le impresionaba mi empeño en hablar de "algo que no nos importaba", a mi me impresionaba que a nadie le importase. Yo le decía que en alguna parte de Yugoslavia, habría otros niños como nosotros llamados Goran y María, que ya no podrían ir al colegio porque su país estaba en guerra. Ni con esas le convencí.
Pasó el tiempo y como Dios escribe recto con renglones torcidos, la vida quiso que conociera muy de cerca lo que la guerra de Yugoslavia le hizo a varias generaciones. Contemple los agujeros de mortero en las fachadas; los carros de combate abandonados como estatuas olvidadas en mitad de un campo de cultivo; las casas derruidas; los cementerios llenos de jóvenes y niños; la tristeza; las fotos nunca recuperadas porque los soldados quemaban todo lo que encontraban a su paso; y las ceremonias de boda donde siempre había muchos muertos que recordar.